Mi padre y yo
íbamos de viaje entre Valparaíso y Santiago.
Pasado el túnel Zapata, un poco antes de llegar a Curacaví,
nos detuvimos a orinar. Bruno abrió el capot del auto
mientras yo miraba el cielo y las nubes juntarse con los cerros
de la Cordillera de la Costa.
Eran como las dos de la tarde
un día de semana y no había mucho tráfico en la carretera.
Yo me puse los anteojos ahumados y Bruno se puso las manos
en la cintura. El asfalto sudaba detrás nuestro y no decíamos
nada. Bruno se acercó un poco a la cerca de alambre de púas
para ver pasar una acequia. Yo me volví a mirar un camión
que pasaba.
Bruno estaba cerca de los tapabarros delanteros
y yo de los traseros. La tapa del radiador estaba dando vuelta
junto a su boca y la carrocería del auto ardía como el asfalto.
Nos mirábamos a la pasada, sin darnos cuenta, cuando nuestras miradas
se tocaban en los cerros, en el cielo,en un potrero. "Vamos chico",
dijo mi padre. "Ya voy", le contesté.
Retrocedí hasta el auto.
Abrí la puerta y me senté. Bruno vino después.
Lo vi parado delante del tapabarros derecho.
Escuché rodar el hilo de la tapa
del radiador en el hilo de su boca.
Ahora veía con claridad.
Cerró el capot de un golpe.
Y lo aseguró con la presión unísona
de sus manos. Sin que me viera verlo miré su pelo. Y cuando levantó
la frente le vi la cara. Abrió la puerta y le ofrecí los anteojos.
Se los puso sin decir nada.
Un rato después lo volví a mirar.
Le vi la oreja derecha.
Y volví a mirar el camino.
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