De pie, bajo la inmensidad de los alerces
milenarios, me he quedado mudo en el inicio de
este nuevo día.
El anciano levanta su mano tosca y me indica en la
alta fronda las trémolas gotas de rocío que rielan su
claridad en medio del verdor.
-¡Aylin, aylin!- me dice.
Y la trasparencia fresca del rocío se me queda
temblando en la quietud serena de mi alma.
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