viernes, 28 de diciembre de 2012

JORGE JOBET/ LA ÙLTIMA COPA

Pido una copa y bebo sin demostrar angustia,
correctamente sobrio con mi corbata inglesa,
les escribí unas cartas a catorce chilenos,
cuando me las contesten no tendrán respuesta.

En todo caso quiero testimoniar que el agua
no contagia mi vino con sus cepas francesas
mejoradas en Chile con salitre del norte
y en cama varios años con su mejor madera.

Es otro invierno largo, desolado y tortuoso,
cerrando sus cortinas de Santiago el comercio,
paraguas con sus botas protegiendo a u viandante,
lo miro por cristales chorreados por la muerte.

No permito que nadie venga a llorar mi drama,
me ensucie la camisa que me lavé a las nueve,
sólo con mis fantasmas intercambio opiniones,
estoy frente a mi copa dispuesto a defenderla.

Hay otros parroquianos que han pasado a servirse
su vino de las tardes después de los entierros,
botellas cuyo fondo tiene sabor a borra,
también a unos cruceros por mares del Oriente.

Recuerdo que Vicario llegaba con cenizas
y gustaba su vino zumbante con abejas,
sacaba del abrigo con manchones la hojas
y suavemente abría su corazón de greda.

En este mismo sitio me hablaba Nicomedes
de sus grandes proyectos de novelar la tierra,
ponerle con sus ojos de chino en la penumbra
la más hermosa estatua con barro de su pueblo.

Otras veces el vino prendía los cañones
que Teófilo entregaba con soberbio desprecio,
la poesía en armas con su lluvia distante,
eran las dos en punto de una noche en tinieblas.

Me repito la copa de vinagre en Santiago,
en mi mesa la ausencia de González Zenteno.
Pago lo consumido y agrego la propina
Que todos mis amigos me traen mientras llueve.

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