El suicida, de rostro enflaquecido
y cuidadosamente rasurado,
parecia en su lecho, amortajado,
màs que un cadàver, un pierrot dormido.
Ni una carta dejò, desprevenido
no dejò ni un desorden a su lado;
se fue como un viajero improvisado
en el primer expreso del olvido.
Pero a pesar de todas sus premuras,
sobre un retrato de mujer divina
dejò un mundo de negras conjeturas,
poniendo al margen de la cartulina,
con dos admiraciones inseguras,
esta sola palabra: ¡Mesalina!
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