martes, 2 de abril de 2013

AMÈRICO REYES/ EL CENTINELA Y SU CANTARO (FRAGMENTO)





Ponía más atención el centinela

al brillo del cántaro, que nadie

le había encomendado, que

a las flechas que desde los cua-

tro costados de la ciudad ame-

zaban con derribarla.







Que estas señales no te aturdan:

son renuevos de la inconformidad.


Tengo algo de cristiano

en mis pulmones

y algo de ateo en las rodillas.



Mi mano izquierda es una santa

y mi mano derecha me masturba.


Mis pies plebeyos me llevan al boliche

y mi sombra inmaculada

me trae de vuelta.



Orino por los cuatro costados

de la ciudad

y mi belleza me enerva.

En tanto

debo saborear los sexos de la noche

hasta que el amanecer

les dé su forma rotunda.



Debo convivir

con mis conceptos de justicia

y solidaridad.


Y con la mierda

de mis sueños.




Esta cicatriz

que nunca ha sido herida.



Cuando yo tenía trece años vi un dios triste

fabricar manzanas de greda

y luego marcharse a su país, hacia la nada.


Lleno de espermios silenciosos viví
-palabrejas desordenadas

en la ingle sola: las flores

que no ocupó la primavera-

hasta que la juventud degeneró

en costumbre

y conocí a mis verdaderos cómplices.



Desde entonces olvidar

es mi recuerdo más viejo.


Y el verbo más inservible.







En todas sus formas

he llegado a conocer la humillación del rito

a la hora que tú te levantas

yo me acuesto;

a la hora que tú te acuestas

yo asumo mis derrotas;

en el momento

en que tú haces el amor

yo lloro

o defeco.

Cuando tú vienes

de vuelta

yo permanezco

inmóvil

esperando

el paso del tiempo.

Y cuando tú

le llevas una flor
a tu madre

yo me lavo

las manos

en el río

más próximo.



-Bebe de este cuajo paterno -me dijo-

y comprenderás.



Fue una mañana estallando contra los yuyos

y yo había salido a recoger legañas de serpiente

en las oquedades de la orilla

donde el río pulsa y se contrae

cuando lo vi*: era un hombre primitivo**

aferrado a las escamas tiernas de una roca,

pensando en sí mismo

con el corazón apretado bajo su barba sin tiempo.

¡Tantos siglos lejos de la tribu

y sin embargo fiel a su destino*** de cazador al trote!



* Lo trajo hasta el Guaiquillo la tos del ventarrón

cuando el ventarrón no se llamaba ventarrón,

supe después.

** No queda de él sino su recuerdo de greda

-la espuma india o fugitiva

que nunca tuvo abecedario-

y sin embargo en el temblor que vigilo
se me ha pegado su gesto fulminante y casi sometido.



*** Todo era verde -sospecho-, todo chilca,

todo pensamiento burbujeante

o seminal acuarela

de alegres dioses inexpertos.




Aquello que sé
cuando sudo



Durante el tiempo en que fui mago*

hice aparecer al hombre** que llegarías a ser:

el bienaventurado de la siesta***...

Ráfaga desbordante, tu seminal estampa****.



* De un sopor abisal eres hijo,

bolichero precioso, te decía.


** …No sólo eres palmario:

también lo pareces.

Me dices apúrate

cuando ya he llegado.


*** El que muestra su placer,

el que escribe cartas sin sentido,

el transformador ocioso

de mundos por descubrir.


**** De tal manera creo que tu ropa tirada

entre los roqueríos

no sabe tanto de ti -no podría dar detalles

de tu intimidad-

tanto como saben mis ojos cerrados.


Mostré todas mis heridas

sólo para que él mostrara

su juventud.


-Ven a vivir conmigo -propuse- . No le pego al bueno desde 1999.

-Esa noche en la que tuvimos onda -confesó-

vi el cuerpo desde el cual olvidas.

-Estábamos todos carreteando y por un momento sentí

que mi desnudez no estaba debajo de mi ropa -me defendí.

-Toda contradicción muere en su ley -dijo, como diciéndoselo a sí mismo.

No toleré su efugio y me la jugué: -Una cachita no nos vendría mal.

-¿Por qué las ausencias siempre están donde no están?-preguntó,

haciéndose el leso.

-Una pajita por último… -imploré, para no perderlas todas.

-¡Viva el silencio! -gritó, a modo de escapatoria.

-¡Viva! -contesté, a fin de salir airoso del impasse.




No me conformé con ser el único:

quise ser el mejor.



Cuando fui cebollero*, te escribí versos tales como:

No te perdono esta tristeza

ni las raíces en mi lecho.

Han pasado los días como áspides

por un desierto

que es esta parte de mi vida.



Cuando fui cebollero, escribí versos contra ti, que me

/rebotaban como acetatos de lírica vileza:

Estoy ocupado recordándote,

tratando de llegar al espacio de mí mismo

en donde estás.



Cuando fui cebollero, todas las palabras significaban,

/en sentido figurado, más o menos lo mismo:

Aunque no te tengo

eres lo único que tengo.



* Ahora que te amo te pregunto

por el precio de los cigarrillos,

por la muerte o la infancia

que se nos olvidó compartir

y por qué estamos tan libres

de pecado.






-Tú que esperas encontrar un ángel

lo buscas por las calles de la ciudad

y yo que busco a alguien de carne y hueso

espero que me caiga del cielo.


-Amigo mío, no olvides llevar siempre contigo tu

/cadáver.

No vaya a ser cosa que la muerte te encuentre

/desprevenido.




Rondé a un extraño

y me transformé en él.



Solamente borrachos

habremos de reconocernos.



Quemé todo mi oro

para luego bailar sobre cenizas doradas.


Me volví a encontrar con él

en noviembre de ese mismo año

en la fila para operarios de aquella frutícola, en Lontué.

Quizás resulte improcedente decirlo en estos versos

pero bastaron quince centímetros de desolación

y un crepitar de entrañas

para que de ahí en adelante

dejara de pasar el tiempo.



Puesto que él,

que era nada más que un rey silencioso*

que escribía te quiero con faltas de ortografía

y usaba botas en primavera,

optó por descubrirme sin piedad,

impunemente.

-Hola, me dijo. Y al oído en susurros: -Lo haría de

/nuevo.

Pero yo no entendí su metáfora

y me escabullí hacia mi cotona

con una sonrisa dolorosa en todo el cuerpo.

Desde entonces veo pasar noviembres a cada rato

y vuelvo a aquella frutícola, en Lontué

cada vez que puedo.

Y me devano los sesos.



No besabas.



Cuando llegues al cielo

y Dios te diga: -Y no me convidaste

de tus estrujones,

tú dirás: -Cuándo, pero cuándo, Señor?

Y Dios te dirá: -Esa tarde entre las rocas,

en el río de Los Queñes.



* Su reinado era mi pundonor.




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