Está oscuro pero no importa. Prefiero no
abrir mis ojos para verlo sentado, dando vueltas
las páginas del libro, mientras toma café,
bajo la única luz encendida. Una solamente
para él. Para iluminarse a sí mismo y sus cosas.
Ahí está leyendo, como todos los días, al
lado de su mesa azul. Y a ratos pensando en
su presente y su futuro, mientras yo permanezco
al otro extremo del living, sin moverme,
sin encender luces que lo distraigan. Para
darle en el gusto. Callada, a su lado, como
siempre. Esperando que termine su lectura,
para servirle la cena: carne de cerdo con puré,
como todos los lunes; aunque no sea la ensalada
de la estación y deba ir por ella a la ciudad
vecina. Para que esté contento y no diga:
“Nada está en orden y la casa sepultada bajo el polvo”.
Está oscuro pero es mejor. No tengo ganas
de abrir los ojos. Y con ellos cerrados, mi
mundo se inunda con la luz de mi infancia,
con caricias de manos cálidas. Siento brazos
que me atraen con fuerza, que pronuncian
un “no te aflijas”, un “te quiero”. Y juego con
mis primas a las muñecas y al luche. Corro
por el parque y muevo vertiginosamente las
piernas, para accionar las ruedas de mi bicicleta
y dejarme conducir por ésta hacia calles
cercanas, de amigos. De los que saben
compartir un chocolate, de los que ríen al
unísono. Y los encuentro allí, siempre esperándome
y él no puede impedirlo con un “hasta cuándo”.
Está muy oscuro, pero es tarde, pronto terminará
su libro y me gritará: “Estoy listo”
para que yo corra a calentar la carne a 50 grados,
como le gusta. A disponer la bandeja, con
cuchillo y tenedor en cruz. Con el vaso de
rombos verdes que le regaló su madre, siempre
preocupada de hacerlo feliz. “Con pocas
palabras y buenas costumbres”, como él repite
con frecuencia. Manteniéndose distante,
para no molestarlo y cercana, para escuchar
sus peticiones. Sus solicitudes cada vez mayores
y más difíciles de satisfacer.
Está muy oscuro, es cierto, pero es mejor.
Preferiría no abrir más los ojos.
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